Etréum era una adolescente de horarios realmente
extraños. Dormía poco y era muy trabajadora: era voluntaria en la residencia de
ancianos, ayudaba en el hospital, vigilaba los cruces peligrosos de las
carreteras y acompañaba a todos los que estaban solos, agotados y desesperados.
Era una chica solitaria a la que algunos odiaban otros querían, pero todos
temían el día en el que ella llegara a sus casas con ramos de flores.
Cuando Etréum se aburría, lo que solía ocurrir a
menudo, paseaba por el cementerio.
Le gustaba el silencio, la tormentas y sentarse en el borde de los acantilados que había a la salida del pueblo para observar morir las olas contra las rocas.
Le gustaba el silencio, la tormentas y sentarse en el borde de los acantilados que había a la salida del pueblo para observar morir las olas contra las rocas.
¿Qué como sé esto?
Lo sé porque yo la seguía todos los días a una
distancia prudencial para que no me viera. Sin atreverme a dar el primer paso y
acercarme, como el adolescente tímido y sin amigos que fui. Pero hace unos días
algo fue diferente, me acerqué...
NOTA DE LA
AUTORA: Si no te parece turbio
este relato prueba a poner Etréum al revés y vuelve a leerlo.
Carmen Vidal Anglés
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