Era una noche de luna llena, de
hecho era una de esas escasas veces donde había luna roja. Todo el mundo se
había ido al observatorio para ver más de cerca este fenómeno. Todos se habían
ido, excepto una persona.
Ella era una chica de estatura
media, ojos castaños, pelo del mismo color y tez pálida, que se emblanquecía a
medida que caminaba por los estrechos callejones que llegaban a su casa. La luz
débil de las farolas, que titineaban, hacían extraños juegos de sombras, que
hacían que a la joven se le sobresaltara el corazón y se le agudizaran los
sentidos. Esos callejones realmente dan angustia.
Pero una de las sombras no
desaparecía. Ella la mira con los ojos muy abiertos, lista para huir. La sombra
es grande, del tamaño de un perro infernal, con los ojos rojos. La adrenalina
empieza a fluir por su cuerpo, y la cabeza le palpita en las sienes. Pero ella
no se puede mover, está paralizada. El perro demoníaco se lanza contra ella,
abriendo sus fauces, esperando hundir sus dientes en aquella joven y tierna
carne. Ella, por fin, reacciona, y huye, corriendo tan rápido que podía oír sus
músculos crujir por la velocidad. No sabe dónde ir, pero cuanto más lejos,
mejor.
Justo cuando por fin decide
detenerse, cuando cree que ya está lo suficientemente alejada, se calma un poco
y camina de nuevo hacia su casa, aunque por el camino largo. Justo cuando
comenzaba a sentirse asustada de nuevo, se tropieza con un hombre de edad
madura, pero con los años bien llevados en sus carnes. Cuando ella se tropieza
con él, ella se disculpa rápidamente, sobresaltada. Él parece confuso, piensa
qué puede hacer que una señorita esté tan alterada, y le ofrece su ayuda. Esta
acepta, creyendo que si hay alguien a su lado, hay menos posibilidades de que “eso”
la capture.
Tras largos minutos caminado,
ambos acaban de nuevo en aquel callejón, ambos en total silencio. Él es quien
lo rompe, preocupado por lo que había pasado. Ella accede a contárselo, sin
pensarlo demasiado, ya que podría ser tomada por loca, pero eso no le importa
en esos momentos. Él podía reírse de sus locuras, pero… No lo hace. Solo esboza
una sonrisa, mostrando sus dientes blancos. Se hace el silencio y él vuelve a
hablar. Él le dice: “y ese perro… ¿tenía este aspecto?”
Miriam Ruiz Santano
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