Agustina de Aragón



Agustina se levantó, como todas las mañanas y desayunó pan con olivas. Desde su llegada a Zaragoza Agustina había estado trabajando como aguadora. Todos los días llevaba agua y comida a los artilleros de la puerta del Portillo. Su marido Joan era artillero pero lo habían destinado al Bruc y a ella la había dejado allí asegurándole que aquella era una “ciudad segura”. ¡Qué estupidez! pensó Agustina, en una guerra ningún lugar es seguro. Lo echaba de menos y esperaba con esperanza y miedo noticias suyas.
Cuando Agustina acabó de desayunar cogió el cántaro, lo llenó de agua y se dirigió a la puerta del Portillo. Más tarde le tocaría ir a por el desayuno de los artilleros. Si algo había aprendido de los militares era que comían como lobos. Eso y que hacían muy bien su trabajo. Desde que Zaragoza se había revelado contra los franceses, el ejército, ayudado por el pueblo, había conseguido mantenerlos a raya. Claro que los zaragozanos también habían sufrido bajas y por esa razón el general Palafox había salido en busca de refuerzos hacía unos días.
Mientras Agustina pensaba en ello, había llegado ya a la puerta del Portillo y se disponía a subir hacia los puestos de artillería, cuando una granada explotó y la tiró al suelo. Otras dos explosiones resonaron en el aire y cuando se hizo el silencio Agustina no se atrevía a levantarse... hasta que oyó los gritos de victoria de los franceses. Odiaba a los franceses por haberla separado de su marido, por iniciar una guerra, por traicioneros, por su ridículo acento.... No lo pensó más. Se levantó y subió las escaleras medio destrozadas hasta donde se encontraban los cañones. De las manos de uno de los muertos cogió la mecha y la yesca que empezó a frotar con todas sus fuerzas contra el cañón.
Después de unos cuantos intentos consiguió prender la mecha. Luego buscó la pólvora y la metralla y la metió en los cañones.
Mientras tanto los franceses estaban muy ocupados intentando tirar la puerta abajo como para darse cuenta de que una joven de 22 años estaba cargando los cañones y que ellos eran el blanco perfecto.
Agustina disparó un cañón tras otro hasta que los franceses se retiraron y cuando se giró vio a Palafox y a sus hombres mirándola con asombro. Tras unos segundos de incómodo silencio todos empezaron a aplaudir. Agustina bajó las escaleras y Palafox se acercó a ella.
- Dime tu nombre muchacha – ordenó el general.
- Agustina – murmuró la joven.
Palafox se giró hacia sus soldados y dijo:
- Estoy seguro de que si todos los hombres de este país fueran tan valientes como esta mujer, los franceses nos temerían tanto que cruzarían los Pirineos ahora mismo sin volver la vista ni una sola vez hacia España. ¡Viva Agustina! ¡Viva Aragón! - después se agachó y cogió las insignias y medallas de uno de los artilleros caídos. Luego se las ofreció a Agustina. - Él ya no las va a necesitar.


Carmen Vidal Anglés

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